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Leonardo se sentó bajo
el sicomoro con el cuaderno abierto y el lápiz entre sus dedos inquietos, esperando que la naturaleza le contara su
próximo secreto. Comenzó a llover. Corriendo para proteger su recuento de curiosidades,
mecanismos e inventos, fue a refugiarse
junto al caballo apodado Fulatino, en el establo de la casa en la que se
hospedaba por esos días, camino de Milán. Poco a poco se fue quedando dormido
con el zumbido de una mosca a mediodía. Cuando despertó, su cuaderno tenía
dibujado en trazos finos, una orquídea, y encerrada entre signos de
interrogación, la inquietante palabra: sexo
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